viernes, septiembre 10, 2010


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Remembranzas del pulquero.
1973: De La Moneda a Jerusalén.

Había caído ya la noche cuando llegamos, caminando por el laberinto de calles del barrio cristiano, hasta la terminal de taxis de la Puerta de Jaffa, que a esa hora hervía de bullicio y reflejaba en ocres claros, hacia el poniente, los restos de la última luz vespertina.
Allí, bajo la muralla de la ciudad vieja de Jerusalén, haríamos fila entre visitantes fatigados y popes misteriosos, para tomar el transporte -llamado sherut- de regreso a casa, por el camino del mediterráneo, después de un par de días de apasionante turismo bíblico.
La estancia del fin de semana en la ciudad de los profetas era parte de mis rutinas de aquel verano que ya tocaba a fin. Todos los viernes, al terminar la jornada de trabajo en Tel-Aviv, corría a Jerusalén y me perdía en sus profundidades, hasta que al día siguiente aparecía la primera estrella de la noche del shabat y anunciaba la hora del retorno para iniciar una nueva semana, dejando atrás los arrobos arqueológicos y las reflexiones místicas que invariablemente me dejaba la visita.
En la carretera, minutos más tarde, la limusina Mercedes en funciones de taxi colectivo, cortaba los aires enresinados y frescos de la cañada de Bab-el-Ued y tomaba rumbo a la llanura costera. Al llegar a este lugar se había desvanecido ya la atmósfera misteriosa que irradia la gran capital religiosa del mundo y rodabamos por la antigua ruta hacia el mar, sobre los pasos de los peregrinos de dos milenios.
Ahora, la oscuridad era total y el aroma de los pinos cargaba de extraños acentos al aire que entraba en el auto al tomar suavemente las curvas del camino. Conforme avanzábamos, podía verse cómo en los entronques de la carretera principal con los caminos vecinales se concentraban más fuerzas militares que las acostumbradas. Grupos de jóvenes soldados nos detenían de trecho en trecho, interrogaban al chofer e inspeccionaban el interior del sherut con sus potentes linternas de mano.
El número de puestos de revisión vehicular había crecido durante las últimas semanas. Igual se magnificaban los temores de la población israelí, ante los acontecimientos políticos recientes y un clima de enfrentamiento con los países árabes vecinos que entraba en una espiral que crecía frenéticamente.
El impacto mediático de las últimas escaramuzas de su ejército del aire con los aviones Mig sirios en el norte, así como el de la tensión creciente en el sur, a lo largo de la frontera egipcia, se desbordaba ya, entre la gente común, en una sensación permanente de angustia y zozobra.
Tanto en los barrios de Tel-Aviv, como en los cafés de sus zonas cosmopolitas o en los campos de cultivo de los kibutzím de todo el territorio, no se hablaba de otra cosa que de la inminencia de otra guerra. Ésta vez, el conflicto parecía más posible con Siria que con las otras naciones árabes; el nerviosismo colectivo se sentía con especial intensidad en los sitios turísticos y en los consulados y representaciones extranjeras.
La prensa, por su parte, tanto en lengua hebrea como árabe e inglesa, desplegaba a diario la gran interrogante:
  ---Habrá guerra?
Parte del estilo de vida local desde la Guerra de los Seis Días -seis años atrás- era un permanente estado de alerta. El nuevo enfrentamiento bélico, se imaginaba esta vez más destructivo y sangriento, porque el arsenal de ambos ejércitos era hoy día era mas poderoso y sofisticado que nunca.
Esta noche, los rostros siempre sonrientes de las bellas soldadas y el talante marchoso de los jóvenes guerreros que marcaban el alto y revisaban todos los vehículos de las carreteras, habían cambiado. Sus perfiles se acentuaban con las luces de las lámparas de revisión y sus miradas y sus voces tenían ahora la misma dureza y frialdad que el acero de las metralletas que les colgaban de sus hombros. No eran ya chicos y chicas en uniforme del servicio militar israelí; eran soldados de verdad; no eran adolescentes en un desfile de colegio; se trataba de auténticas fuerzas de combate. Eran tropas de primera clase en estado de máxima alerta de guerra, vigilando celosamente el tráfico terrestre de su país, en busca de terroristas infiltrados desde las cercanas riberas del Jordán, o de cualquier señal de peligro proveniente de los vecinos árabes.
En el interior del automóvil nos acomodábamos seis o siete pasajeros silenciosos y pensativos y, en vez de una desenfadada y típica conversación de viaje, de vez en cuando, el sonido del motor sólo dejaba escuchar monosílabos o frases aisladas de los pasajeros.
A ratos, nuestro Mercedes se detenía para dejar paso a un lento convoy de pesados tanques o de tropas que se dirigían a los altos del Golán o a la cercana frontera de Jordania. Los soldados nos hacían desviarnos cientos de metros sobre la cota del camino para evitar el pavimento destrozado por el paso de los enormes tanques de guerra, que tenían prioridad de paso y levantaban espesas nubes de polvo que entraba a bocanadas al vehículo.
Ensimismado en sus pensamientos, un rabino se hundía en el rincón del ultimo asiento del sherut, sujetando un maletín negro sobre las rodillas con gesto posesivo y sombrío; junto a él, dos jóvenes turistas inglesas no dejaban de abrir los ojos, atemorizadas por la vista de los tanques que pasaban casi rozando nuestras ventanillas; una pareja treintañera se afanaba en mantener quieto a su hijo pequeño, justo atrás de nosotros.

De pronto, como era usual en todos los transportes de pasajeros israelíes, la radio del automóvil comenzó a transmitir las noticias de la hora. En esta ocasión el tono y el ritmo de la voz del locutor eran diferentes a los de costumbre. Destacaban en ella inflexiones continuas e inequívocas de tensión; la voz noticiosa en hebreo reflejaba con crudeza una preocupación que se palpaba en el ambiente. La guerra iba a comenzar en cualquier momento.
Por un instante, mientras escuchábamos las noticias, el viejo rabino pareció despertar de su sueño levítico; las rubias británicas se pusieron más pálidas, y la pareja del asiento de atrás se removió, inquieta, pero silenciosa. La madre del crío lo aprisionó entre sus brazos y, pude advertir por el espejo retrovisor que su expresión, antes serena, se ensombreció al escuchar las últimas frases de la radio.
El locutor subía y bajaba la voz y acortaba las pausas, como queriendo describir los sucesos con mayor rapidez. Ni yo ni mi amigo entendíamos bien el idioma, pero no nos era difícil comprender que aquellas noticias no podían ser otra cosa que el recuento de daños de alguna tragedia.
Nada bueno significaba –seguro- aquel río entrecortado de palabras hebreas.
  ---Ha empezado la guerra, dijo en voz baja y con la vista fija en la bocina, el compatriota que me acompañaba.
  ---No lo creo; si así fuera, ya nos hubieran detenido por completo para movilizar con mayor rapidez a los tanques por la carretera.
  ---Míralos, por ahora van a marcha regular y no se nota en ellos sobresalto o apremio, al igual que el resto de los efectivos que hemos alcanzado a ver sobre el trayecto.
  ---Es verdad, además, ya hubiéramos escuchado el ulular de las alarmas y el movimiento de la aviación; el sonido de los cazas Phantom es inconfundible.
  ---Son mi despertador: todos los días, al amanecer, hacen rugir el aire cuando pasan, volando a gran altura sobre mi casa.

Mientras tanto, las noticias continuaban y, entre la perorata del locutor, mi amigo y yo comenzamos a percibir poco a poco palabras familiares y a reconocer nombres propios, nombres por los que ya temíamos a causa de otros acontecimientos recientes de los que la prensa internacional daba cuenta desde hacía algunas semanas, aunque diferentes y harto distantes en la geografía.
La voz era clara y no dejaba duda:…“La Moneda”…”Santiago”…”Allende”...…”Allende”…”Allende”…
La madre del niño, quien desde el asiento de atrás había escuchado nuestro breve diálogo, rompió súbitamente el silencio de los pasajeros y dijo en perfecto castellano, dirigiéndose a nosotros con voz quebrada y acento inconfundible:
  ---Saben ustedes lo que esta pasando en Chile…?
Era una judía chilena, emigrada recientemente y fervorosa partidaria del presidente socialista de su patria materna. Enseguida nos lo explicó todo con detalles y con la misma tesitura trágica del locutor israelí.
Aquella noche, luego de llegar al centro de Tel-Aviv y de tomar el autobús 503 que me dejó cerca de casa en Herzliyya, no pude despegarme de la radio, escuchando la cobertura noticiosa del golpe militar a través de la BBC hasta que empezaron a cantar los gallos del Kibutz vecino. Entonces, con un nudo en la garganta, me puse a preparar café. Era la madrugada del 12 de Septiembre de 1973.
Muy lejos de Israel, en Santiago de Chile, la tarde se ahogaba de terror; Salvador Allende había sido traicionado, depuesto y asesinado y el Palacio de la Moneda ardía en llamas tras un intenso bombardeo.
La historia contaba ya con una nueva herida abierta.
Y la nube ominosa que se cernía sobre Israel y que a muchos nos marcó también para siempre, no reventó en sangre sino hasta veinticuatro días mas tarde: el 6 de octubre, el día del perdón, el más sagrado del calendario judío, el Yom Kippur.
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Relato autobiográfico del pulquero de turno, escrito con un emocionado recuerdo a Rosario Castellanos, Reynaldo Calderón Franco, Diego Iparraguirre y Miguel Ugalde.

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