viernes, noviembre 02, 2012


Embajador  jacobeo.

Perteneciente a la misma arma viajera pata’eperro que El Máistro Mecates, nuestro distinguido parroquiano lagunero el no menos docto e ilustre Carlos Rivera “El Calé” -salero puro y maja torería- se reportó desde la madre patria al finalizar el verano. 
Después de andarse la mitad del sureste mexicano, donde lo ubicamos paseando el rostro la última ocasión que nos llegaron sus señales de humo, de repente, pum!... lo tenemos recorriendo a patín el Camino de Santiago en el norte de España. 
Y por si fuera poco, El Calé ha comenzado su andadura maravillosa en Roncesvalles, el inicio de la ruta más larga, el llamado Camino Francés, allá donde cuentan que aún se escuchan entre la sierra los cascos del caballo de Carlomagno y al viajero se le aparecen de vez en cuando sarracenos embravecidos que le asestarán certeros tajos de cimitarra si osa desviarse unos metros del sendero entre los pinos. 
Allá va nuestro embajador jacobeo con suave paso, deteniéndose de trecho en trecho a otear los vientos y admirar la bellezad el paisaje, portando plenos poderes de “La Virtud” para lo que se ofrezca en su trajín. 
La ruta es larga pero gozosa; al contrario de lo que ocurría siglos atrás con los sufridos peregrinos, hoy es fácil perderse entre los vericuetos de su catálogo interminable de delicias mundanas. 

Prueba de ello son los testimonios gráficos de benditas escalas técnicas en bares o figones de cualquier aldea de Tierra de Campos o de Navarra, donde nuestro personaje sufre de lo lindo refrescando la garganta con tintos suntuosos de la tierra y manjares alucinantes como solo existen por aquellos andurriales.
Bien haya, maestro Calé... siga, siga usted- cayado en mano, por esos caminos en pos de aventuras deleitosas que nos habrá de contar como Roldán o el Cid o ya de perdido como Don Camilo que se pateó La Acarria y nos regaló su delicioso libro de viaje o como nuestro Marco Almazán que hizo lo mismo al término de una vagancia singular por las Castillas vendiendo hilazas y botones en un burro cuando se jubiló del servicio exterior con el grado de embajador emérito. 

Que no falten en vuestro morral ecuménico y alegre la sacrosanta bota de vino que se habrá agenciado -cual Débora Kerr- a su paso por Pamplona, y el pan y el queso fuerte del país siguiendo las pisadas de mil años de peregrinaje hasta llegar al Campus Stellae, muy cerca de donde también recalaban las naves fenicias y se surtían de bastimentos sápidos y doncellas hermosas las galeras de Julio César. 
Allí lo esperan el gran matador (de moros, no de novillos-toros como usted) Santiago el Mayor y los espíritus burbujeantes del citado Cela y del viejo Valle Inclán, amén de los frutos de las rías vecinas que, bien guisados por generosas manos gallegas y nadando en albariño, estarán a punto para agasajarle a su arribo. 
Y como le gustan las emociones fuertes, es recomendación piadosa de esta casa que, en estando ya dentro de la catedral, en el primer descuido de los clérigos a cargo del aparato, trépese usted de un salto en el sacro botafumeiro, dése vuelo en un garbeo aereo por todo el espacio la gran nave y aviénteles besos perfumados de incienso a todas las beatas, turistas y peregrinos. 
Total, que si se entera y se cabrea el Señor Arzobispo, no pasa de que le retiren el sello en el carnet de viandante y le retengan las indulgencias plenarias. Ni se preocupe por esas, que acá en La Virtud se las reponemos, con la mismísima firma, auténtica, de don Bene el Menor.
Al regreso ya sabe que acá lo esperamos con no menos deliciosos elíxires vernáculos de los campos de Mayahuel a los que -lo sabemos de sobra- jamás les hace ascos su merced.

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