Lluvia fecal: justicia poética.
Columnista invitado: Jaime Avilés.
Durante el desfile militar del 20 de noviembre, al pasar
justamente delante del balcón presidencial, una pirámide humana formada por
jinetes del cuerpo de caballería del ejército se vino abajo. Dos de los
acróbatas que se encontraban en la cima de la figura sufrieron durísimos golpes
al chocar contra el asfalto del Zócalo y perdieron el conocimiento.
El accidente impresionó en forma notable los rostros de
Felipe Calderón, Margarita Zavala y sus dos hijos varones (la niña, en esta
ocasión, no asistió o no fue captada por las cámaras de la prensa que
registraron la escena). Cuando los médicos detectaron signos de gravedad en la
salud de los caídos ordenaron su traslado al hospital de la Zona Militar Número
uno, ubicado en las Lomas de Sotelo.
Para socorrerlos, acudieron dos enormes helicópteros de la
Fuerza Aérea, pero al descender sobre la plancha de la también llamada Plaza de
la Constitución, el viento de las poderosas hélices removió el excremento que
habían dejado más de mil caballos y levantó una pestilencia insoportable, que
obligó a los niños Calderón Zavala a oprimirse las fosas nasales con expresión
de asco.
Un instante después, pequeños y medianos fragmentos de heces
fecales volaron hacia el balcón presidencial y cayeron sobre Calderón,
Margarita y los niños, quienes como si hubieran sido atacados por una plaga de
piojos comenzaron a quitárselos de la cabeza y de la ropa e incluso de la banda
tricolor que el mortífero hombrecitos de Los Pinos se colocó el primero de
diciembre de 2006, iniciando una de las etapas más sangrientas y desastrosas en
la historia de nuestro país.
Para quienes observan la agonía del sexenio contabilizando
en términos generales el abrumador número de vidas humanas que Calderón
sacrificó en el altar de su inútil guerra “contra” el narcotráfico –que
fortaleció como nunca al narcotráfico-- y para quienes bien saben que el
felipato, espuriato o fecalato si por algo se distinguió fue por la corrupción
ilimitada que se desató desde el primer día de esta tragedia, de la que el país
tardará muchos años en recuperarse (si acaso lo logra), la lluvia de estiércol
fue un acto de justicia poética.
Una metáfora de incomparable belleza que ni el más ácido de
los poetas satíricos, ni el más feroz caricaturista, ni el más socarrón de los
escritores pudo haber imaginado con mayor precisión y exactitud.
El video que registró este paradójico y a fin de cuentas feliz incidente fue grabado por una cámara de Milenio y, por lo que se aprecia en el ángulo inferior derecho de la imagen, (sic) transmitido a las 22:05, supuestamente, del día de la fecha. No obstante, la noticia no estremeció a la opinión pública pues fue ocultada por todos los diarios (o escondida en alguna página donde nadie la vio), lo que ilustra el terrible momento histórico por el que atraviesa la gran prensa del país. (fragmento)
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