sábado, agosto 08, 2009



Cheché de la Habana: 100 años de olvido.

A principios del 2007 se cumplieron cien años de la tragedia de Antonio Montes, torero español que se encontraba en la cúspide de la fama cuando lo mato el toro “Matajaca” de la ganadería de Tepeyahualco en la ciudad de México. Ni la prensa taurina ni las ordinarias efemérides de la radio dieron cuenta de aquel suceso que conmocionó al mundo hispanoamericano de entonces.
Hoy, 9 de agosto de 2009, el calendario marca también un siglo desde la mortal cornada de José Marrero Báez, “Cheche de la Habana”, modesto torero cubano que, si bien no tuvo la gloria de ser figura, fue muy conocido en la provincia mexicana, particularmente en el norte el país.
Cheché llego a México en 1889 buscando oportunidades en nuestra fiesta brava, ya que en la isla eran muy limitadas. Había nacido en La Habana el 19 de marzo de 1870 y desde pequeño quiso ser torero. 
Tras de correr la legua en muchas plazas del territorio nacional, se colocó como media espada en la cuadrilla de Ponciano Díaz, mismo que le otorgó la alternativa en Monterrey, en 1892. 
Poco se sabe de su quehacer taurino y no se tienen referencias de actuaciones suyas en las plazas de la capital. Alcanzó cierta fama en la frontera norte, particularmente en Tijuana y Cd. Juárez.
En 1905 el empresario y magnate norteamericano Tim Wolfe construyó una plaza y organizó corridas en Gillette, Colorado, cerca de Denver, en las que Cheché participo, llevando como banderilleros a Carlos García y Antonio Setrea.
Contrajo matrimonio con María Aguirre “La Charrita Mexicana”, rejoneadora y torera nacida en Zamora, Michoacán en 1875 y viuda de Timoteo Rodríguez, otro torero de la legua que había fallecido por cornada en Durango, en 1895.
El 9 de agosto de 1909, toreando en la plaza de Ciudad Jiménez, población del sur de Chihuahua, el tercer toro de la corrida, de nombre “Curito” o “Carito” perteneciente a la ganadería de Chupadero o Chupadero, al entrar a matar le propinó una cornada de suma gravedad en el pecho, a consecuencias de lo cual perdió la vida dos días mas tarde.
Sean estas lineas una evocación de su infortunio y su azarosa, esforzada vida. 
En homenaje a su memoria, que creemos acaso sea hoy el único que tenga lugar en el mundo, leeremos a nuestros parroquianos un monólogo escrito para la ocasión por Armando Moncada, el sujeto encargado de este antro. 
Encenderemos una pequeña lámpara votiva, y por supuesto, al final serviremos algunas rondas de aguardiente de cortesia, además del neutle de la casa.
Pobre Cheche!
Hoc solum habeas residuit. Requiescat in pace, amen.

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Dos fantasmas en la noche.

Monólogo de Cheché de la Habana frente a Bernardo Gaviño en el panteón de Cd. Jiménez.

Como le he dicho, maestro, en la isla de Cuba yo viví nada más que el tiempo suficiente para darme cuenta de que ahí no se podía ni remotamente ser torero. Había cumplido los diecinueve años; las ilusiones que tenía, las tenía de sobra, me rebasaban las entrañas y me requemaban la sangre, se me salían del pecho. No, allá no era ni fácil ni posible, simplemente no se podía porque no había espacio ni para uno solo.
Aquello no daba para nada. Ni caso tenía insistir con mi compadre Osuna, a quien llegando de Sevilla, la segunda vez, ná más bajando del barco, se le veía en la cara que no quería ni saludarme. Tenderme la mano en el muelle, cuando fuimos a recibirlo, le salió forzado; a leguas se le notaba el desinterés y el corte. Mire, maestro, que más que el desinterés o el cabreo, lo que mayormente se le notaba era el rencor, el enfado. No lo podía disimular ni lo queria..
Después de lo que había sucedido, le molestaba tanto mi persona que, mire usté, yo lo evitaba cuando lo veía de cerca y nunca me le ponía delante, porque, venga acá, con la dignidad que se carga menda, usté cree que me le iba yo a acercar otra vez?, acercarme para asegurarle que ora sí podía contar con un verdadero compañero de brega en las duras o en las maduras, con un amigo valiente y cabal y sobre todas las cosas, para hacerle entender que lo que había pasado, era solo y na mas que eso, chico, era cosa pasada, como tantas pasadas en falso que damos en cuanto la embestida del toro nos viene descompuesta o nos avisa que nos va a coger y a hacer daño.
Pero no, no y no, chico, jamás fui a humillármele y, mire uste que Valeriano y hasta Paco Regata casi me lloran para que me quitara de sentimientos y le diera explicaciones, una tarde que nos hartamos de beber toneles de manzanilla y de manducar langostas en un reservado de La Zaragozana. Pero no. No y mil veces no, que bien lo dice el maestro Guerra, lo que no se pué, no se pué, y además,… es imposible. No cree usté?. Guerrita sí que sabe, y lo sabe todo, mi sangre, como por algo es pues, el mayoral del gallinero de todo el planeta, con sus estrellas mayores y sus saturnos y venus, la venus del nilo, y todo el confín, faltaba más!



Por eso los maestros, los verdaderos y grandes maestros como usted y como él, son así de buenos: personas finas, sensatas y tienen una dignidad o más que los emperadores de Roma. La categoría,… la categoría de a deveras, esa, por ahí se la va uno ganando a porrazos y a cornadas en los ruedos de Dios, y por afuera también, en la aceras y en los salones donde los catrines y petimetres ponen las reglas y las formas.
La categoría es algo que se lleva con mucha seriedad, que por eso es uno persona, persona antes que torero, y lo sabré yo, caramba, tanto como su merced, que los dos hemos dejado la vida en esto.
Señor, uno tiene que ser persona cabal aquí mismo, en Jiménez, o en el Valle de Allende, donde usté toreó aquellas seis corridas seguidas, a mañana y tarde, cuando los comanches, se acuerda?, o en Regla, o en La Habana, que es mi tierra, o en Cádiz, o en la Veracrúz, faltaba más.
Si hasta yo mismo me quito la montera ante cualquier pelagatos cuando la circunstancia lo pide. Bueno, no, no vaya usted a pensar que mi compadre Osuna era un pelagatos, que el merengue no era para él, digo, pero, igual hay que advertir que si me destoco presto, deslumbrao por cualesquier levitón, hasta en el Uruguay va a decir el paisanaje que soy arrastraíto y chiquitico.
No, compadre, no, por mi santa patrona que yo soy tan torero y tan señor en los medios de la plaza, como en los cafés de la calle de Obispo o como en las tertulias del Andalúz o del casino de Santiago. Nadie me lo puede quitar, chico, como no me lo pudieron arrancar –ni un cachito- las fatigas de muerte que tantisimas he pasao y que Dios es testigo de todas ellas. Y le digo, de vuelta, maestro que naiden como su digna persona y cómo este grande y desbaratao pecador saben tanto de la muerte como uste y menda, que la libramos tantas y tantas sin que la miseria nos diera ni tregua ni honores, ni siquiera un pasaporte digno para descansar ahora que estamos liberaos después de dejar alma y pellejo con harta pena y poquita gloria en las arenas de pueblos que ni Dios sabe donde, divirtiendo paletos y borrachos ignorantes y gentecitas que en su vida tuvieron idea de lo que era el arte de torear o el privilegio de ver trabajar a un torero de cartel aquí o allá o en la Conchinchina, si uste manda.

Fatigas y penurias fue lo que me traía en los barcos, desde los mataderos de Cuba, hasta las pocilgas y fondas infectadas de piojos y malas mujeres de los caminos de la legua, y hasta el último día, hasta el triste día en que vine a terminar mi desgraciada existencia, aquí en Jiménez.
Penas y tajos abiertos en el cuerpo y en el corazón. Los aplausos? No, señor, nada de eso, mi negro, no nos hagamos, eso daba namás para la vanidad que todos los humanos hemos padecido desde nuestro padre Adán y sus descendencias, no, maestro, eso no.
Fatigas y angustias, a montones tuvo este pobre mulato que lidiar desde cuando era un crió y namas para llenar la tripa con arroz y frijoles y pan viejo que me agenciaba en los figones o en los trochiles de Guanabacoa.
Calvarios incontables me amargaron por igual en mi otra vida, uste sabe, en la vida que nombran civil. Pocos y nunca tan despiadados como los que pasé en tantas cárceles donde me refundían los señoritos inconformes por la forma de matar un toro, o por algún requiebro cantao a moza ajena en las tantas ferias del señor a donde su sacrosanto sino me llevaba a actuar, no nadamas en mojigangas baratas, sino en festejos de alamares y lentejuelas, en corridas cabales.
Martirio del bueno en los hervores del infierno de la manigua en el Pantano de Santa Engracia durante todo aquel mes completito en aquel desaborio julio del año tres, cuando nos persiguió la guardia militar por lo de un lío de un cristiano acuchillao con una puntilla toledana que resultó que era de mi propiedad. Entonces sí que aguantamos yo y mi cuadrilla como dice el bigotón Ponciano, como los meros hombres, tres días completitos con sus noches, con el agua y el cieno hasta los hocicos y asaetaos con docenas de racimos de sanguijuelas, como banderillas ensangrentadas, carcomiéndonos la vida por la entrepierna y por el pescuezo y con los ojos moraos de tanta picadura de alimaña. Ni así, maestro, ni con el ánima hecha sopa ni con el lomo doblao me dejé aquella maldita vez de comportar en señor,…en torero, pué, que es lo mismito a la hora de la verdad.
Por eso nunca quise verle la jeta a Osuna, con toda su plata y sus posibles. La mar de ocasiones que me topé con él en el café y en Prado y en las mancebías de México y de Tacubaya y de La Puebla y ni pío le dije por nunca jamás, por ésta, maestro.
Y eso que, hágase cargo usté, ya se me habían cerrado las veredas hasta para embarcarme un día y llegar a La Habana, y demostrarle a Cuba entera que mi trabajo delante de los toros era insuperable por náiden desde los buenos tiempos de usté y del maestro Curro Cuchares, que igual en la misma gloria descanse hoy, que la mía era la espada mas poderosa y la más certera y la más valiente de todas las de mi tiempo, el acero macho de ésta alma en pena que ahora se encuentra sentada frente a usted y fumando brevas imaginarias de tabaco de Cuba, acá en este desierto endemoniao, adonde le ordenó el altísimo a este negro e infame pecador que viniese a entregarle el alma y donde lo único que se puede escuchar de día y de noche, es el sonido maligno del viento, mi estimado señor mataor Gaviño.
Son los aullidos eternos de este aire de Jiménez lo que no me tiene en paz ni me deja descansar, ni siquiera ahora que ya no me puede hacerme flamear la muleta y descubrirme ante la muerte, en la cara del toro que no me perdonó la cornada y la vida. 
Ya puede rodar el mundo y darse por enterao del porqué me cargó el demonio y me arrinconó sin piedad acá donde me encuentro, empolvao y esperando sentencia y explicación por humana caridad del todopoderoso si es que se digna en dejarme saber de las razones que me perdieron y que han de haber sido muchas y muy graves para acabar de la manera que acabé, lejos de mi tierra y olvidado hasta por las mujeres que tanto me asolaban como a usted, que en sus tiempos, se le colgaban de los oropeles de la casaca y que usted y yo sabemos que eran las mismas que le rizaban las barbas en las fiestas campestres al rubio emperador.
El aire maldito de aquí de Jiménez fue el que me puso en el pecho las escrituras del requiescat y los escapularios negros de difunto eterno. Una ráfaga de viento se convirtió en mi asesina, ya estaba escrito, y tome uste, maestro, no, no lo puedo aceptar todavía, después de tantos años que llevo acá enterrao en este olvido tan ingrato y lejano.

Yo era, por aquellos años de Dios, el único nacido en Cuba que podía con todos los toros que llevaban a lidiar a la isla, desde España, desde Portugal. Que si los jaboneros del Duque, …míre, chico, míre que se me pone la carne de repeluzno al poner la memoria en aquellas proezas que hacíamos con ellos, mire usté, que eran temibles de tan poderosos y bravos, que tarde no había en que se llevaran por delante tres o cuatro caballos y llegaban tan enteros al tercio de muerte, que al hacer el viaje para meterles los aceros, podía suceder cualquier cosa, tan cualquiera como la que le pasó a Montes, y al salir del embroque nos palpábamos el vestido para comprobar que seguíamos completos. 
Nada, no se parecen en nada a sus descendientes que se crían por acá por Durango, más que en el pelo ensabanao y en las arrancadas que te pegan de salida, ¿verdad, maestro?
Que si los marrajos coloraos de Carriquirri, que por pastar en el reino de Navarra, no los embarcaban por Sevilla ni por los puertos, sino por Bilbao y San Sebastián, y que eran –sabe usté- igual de fieros que los que nos echaban en México, que se criaban en la Hacienda de Atenco, adonde nació el Ponciano que en la gloria de seguro está, en el santo cielo de los toreros machos de a caballo. 
Que sería del ganadero, aquel señor Barbosa o Barbabosa tan distinguido pero tan duro de roer, se acuerda usté, don Bernardo? Ése también era hombre, como nosotros los toreros, como los toreros de aquellos tiempos que nunca han de volver, por los siglos de los siglos amén, mi estimado compañero de ventura y desventura y de olvido.
Aquí le va el eslabón; acá el pedernal, y tenga, maestro, fúmese otra breva de tabaco negro conmigo, que es todo lo que podemos hacer; somos dupla fortuita de fantasmas fumadores en estas tapias que fueron antes galeras de algodón y maíz.
Fume, fume usted, Don Bernardo, que tenemos toda la eternidad para fumar y recordar; no importa que las colillas del incienso que quemamos en nuestro honor queden por aquí regadas en el suelo y mañana venga Don Jesús, el viejo que cuida estas ruinas y le de un soponcio del susto y le cuente al administrador que hay noches en que los fantasmas se ponen a fumar y fuman y fuman y luego amanecen regadas por el suelo las colillas por si alguno lo pone en duda, faltaba más, maestro.

Yo toreaba de todo. Más, mucho más de lo que allá en Cuba llaman de la tierra: sabandijas de media casta, alacranes que los guajiros alborotaos de ron y jaranas abajaban para las corridas de bohío, desde las cañadas de Sierra Maestra y que, marcando apenas en la romana las treinta, las treintaicinco arrobas, bien se habían comido las quince hierbas pasadas y tenían los pitones más afilados y venenosos que una cola de mantarraya.
Le juro a usté, maestro que no se me olvidará jamás, en los siglos que le quedan a la eternidad, cómo los miré destripar y dejar hechos pedazos a mozos valentones en los bohíos, cuando les salían a hacer fiestas a cuerpo limpio con el único y farolero fin de deslumbrar a las mulatas endomingadas. 


Mentecatas mulatas asesinas. Lo último que les miraban a sus morenos eran las bembas y las barrigas bien hinchadas y guarnecidas de cuajarones y pingajos coloraos y a poco renegridos, tan coloraos como el pañuelo que les amarraban para sostenerles las mandíbulas durante el poco rato que podía durar el cajón abierto, antes que los despojos jedieran por todos los agujeros de las cornadas, que así jedían cuando le tocó la mala suerte al Venturita, chico espigao y valiente como león, que saliendo conmigo de media espada a torear una tarde en el pueblo de Baracoa, a la primera, sí, a la primerita salida que le ordené a poner un par de banderillas a un demonio de aquellos, madre mía, lo agarró por el costao y en menos que se lo cuento lo trincó y lo tuvo prendido de un pitón lo que dura un credo y allí se estuvo tendido debajo de una carreta hasta que terminó la mojiganga y lo enterramos sin oficios, que el cura no quiso darle porque se había largao el año anterior con una sobrina suya, el chaval. Allá quedó, tal cual quedaron en otros allás tantos compañeros de brega, monteras vagabundas, sepultados sin catafalco y sin cruz y sin gloria en pueblos sin nombre por siempre de los siglos.
Que toreros éramos todos, chico.
Calofríos me dan por el costillar y mire como se me ponen las manos de los sudores, cada que lo recuerdo, maestro, aquellos años eran cosa de no volver, ni de visita en sueños, don Bernardo.
Y, ya ve usted. De sueños estamos hechos y no somos más que sueños que están ahí, en algún lugar, pero que ya naiden sueña porque se sueña lo que esta reciente, no se sueña lo que paso hace tantos años.
Ya no se acuerda naiden de usté; ni de este humilde cubano pecador.
Ya se los llevó la muerte a todos. A todos los que nos aplaudieron alguna vez en esas plazas de Dios, como se llevó a Maximiliano, y a la Marquesa Calderón, y al Chiclanero, y a Cúchares, y a mi padrino Ponciano. 
Ya no existimos ni en sueños. Ya no somos mas que fantasmas polvorientos sin ojos y sin rostro en medio de una noche cualquiera de la eternidad.
Solo existe el argumento de los vientos en pena por el dolor de todos los que nos fuimos. No queda nada más que estas almas bañadas en lágrimas secas, lamentando lo inútil y pequeño que fueron nuestras vidas, con voces que nadie puede ya escuchar ni escuchara jamas. 
Es que desde hace tantos años que la vida es así, maestro.
 Náiden permanece más que el viento.
El viento se lo lleva todo.
El viento nunca muere.
 --Ave María, vestido negro, negro, de pasamanería, ¿que será de nuestros recuerdos, hoy envolvidos en polvo seco y frío?. 
--Ay madre mía!, ¿quién se hará cargo de este pecador en lo que resta de la eternidad? 
Si tan solo se acuerdan de menda los aires cuchilleros que vienen y van en la llanura solitaria.
Nada, los recueros no existen.
No existieron más que por unos instantes, maestro.
Así lo quiso el destino: usté allá en Texcoco.
Éste pobre negro acá en Jiménez, lejos de todo y de todos. 
Polvo y viento y tierra seca y olvido del olvido, por siempre jamás.
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2 comentarios:

Xavier González Fisher dijo...

Ilustrísima: Ahora que Páez comentó en La Jornada esta cuestión, un amigo madrileño me recuerda estas otras líneas acerca del habanero diestro, junto con otros toreros caribeños:

http://taurofilia.blogspot.com.es/2006/06/chech-le-mat-en-chihuahua-un-toro-de.html

Saludos.

ÁNGEL dijo...

ángel Navarro hola estoy haciendo un reportaje de los toreros muerto y la verdad que no sabia nada pero gracias tengo varios artículos muy buenos gracias y un abrazo