A cien años de la Batalla de Torreón...
Dos noches
abrileñas.
2 de abril de 1914, 20:30 hs.
El incendio en Torreón es espectacular; se
sabe que el ejército federal, precedido por las familias ricas que habían
prestado apoyo a la causa huertista está saliendo hacia el oriente, por el
rumbo de Mieleras, sobre la línea del ferrocarril, hacia Viesca.
La evacuación de la plaza comenzó hacia las
cinco de la tarde cuando se desató una gran tolvanera que fue aprovechada por
el general Velasco para ordenar la retirada; después, la artillería federal,
como acción distractoria, lanzó un ataque masivo hacia las posiciones
revolucionarias que se batían en el Cañón del Huarache y en el Cerro de
Calabazas; los obuses llegaban hasta Gómez Palacio pero hicieron poco daño a la
población civil.
El general en jefe de la División del Norte ha
ordenado a las brigadas que cubrían la salida hacia Viesca no abrir fuego para
permitir la evacuación federal y tomar un breve descanso toda vez que la
victoria es ya segura.
Grandes explosiones se escuchan en el cuartel
huertista debido a que antes de huir en el mayor desorden, los oficiales
prendieron fuego a miles de granadas y parque de fusilería. En enormes piras
que hacen insoportable la atmósfera se convierten en cenizas los cadáveres de
miles de combatientes caídos a lo largo de las once jornadas de sangre con
metralla.
Se presenta un civil ante Villa para confirmar
los movimientos de evacuación del enemigo y dar aviso de miles de heridos de
ambos bandos, abandonados a su suerte por Velasco.
Más tarde, como a las diez de la noche, la
victoria revolucionaria es ya un hecho, aunque en algunas zonas de la ciudad
continúan descargas aisladas.
Pancho Villa recibe la visita de los cónsules
extranjeros y de los corresponsales de prensa, a quienes comunica
extraoficialmente el triunfo de las armas del Ejército Constitucionalista. Al
día siguiente informará los pormenores del triunfo en forma oficial al Primer
Jefe Venustiano Carranza.
2 de abril de 2014, 20:30 hs.
Me encuentro en casa algo
mosqueado porque a última hora se ha suspendido la conferencia que iba a
impartir el historiador Pedro Salmerón en el Museo de la Revolución. Era el
evento más relevante de las celebraciones oficiales programadas por el gobierno
municipal para conmemorar la gran batalla de hace un siglo.
Oscurece y mientras tomo café, escucho
corridos de la Revolución; solo corridos villistas genuinos de los que guardo
en mis archivos.
Es inevitable imaginar lo que estarían cenando
los soldados en sus posiciones y los jefes y oficiales y el propio Pancho Villa
cien años atrás. Mientras las gorditas de harina inundan de aromas el entorno y el
chile con queso y los refritos están en su punto, se escucha a lo lejos el
retumbar de fuertes explosiones y el cuero se enchina al sentir el golpe
imaginario de los sonidos de hace un siglo en una noche como esta por todos los
rumbos de la comarca lagunera.
No son las
voces de los cañones de Felipe Ángeles que envían sus argumentos desde el otro lado
del río; es el estruendo de la cohetería y los fuegos artificiales de la
celebración festiva que ya comienza en la Plaza Mayor de Torreón, al poniente,
como a tres kilómetros de casa.
Aparece
entonces una pequeña armónica salida de las alforjas del sueño de la razón. La
conmino a expresar su humilde noción del pentagrama con las notas de El Siete
Leguas y el corrido de Felipe Ángeles. Mientras discurren sus notas antiguas, a
lo lejos brillan las luminarias multicolores de la celebración popular de la
toma de Torreón, como hace cien años, en el centro de la ciudad.
Los fogonazos de entonces se han trasmutado en pirotecnia festiva; sangre, sudor y lágrimas confinadas en la oscuridad de una tragedia en la que ya no tienen nombres propios las carnes laceradas ni las ausencias perennes, ni los hijos que nunca volvieron al hogar, ni los ojos que vieron todo y que a la vuelta del tiempo tuvieron que cerrarse. Yo queda nadie. El padre Cronos, como siempre, se salió con la suya y se llevó a todos.
Salgo a la calle y me recibe una noche quieta
y estrellada cuyo discurso olfativo es de jazmín y naranjos en flor, no de
despojos humanos achicharrándose en siniestros montones en la orilla del Nazas o frente
al Casino de La Laguna.
Desde donde me encuentro no logro ver pasar
ahora ningún fantasma en uniforme federal hecho girones. No logro verlos
huyendo a matacaballo para salvar la vida, perseguidos por las caballerías de
Maclovio y de Robles.
Por aquí no
pasan tampoco en estos momentos soldados y soldaderas corriendo hacia el
oriente por miles, rendidos de fatiga y de terror. Mi casa está sobre la ruta dolorosa, polvorienta, llena de angustia y de
bárbara sed por donde entonces transitaron a pié y en carretas y en burro y en lo que
fuera los vencidos de la gran batalla, buscando desesperados el alivio salvador
de Viesca si-dios-es-servido y de San Pedro, de Saltillo acaso.
Es una noche máxima, densa, enorme, formada
con los sedimentos pacientes de un centenar de ecos nocturnos de trescientas
sesenta y cinco lunas menguantes, aunque ya no cobija al rugir de la artillería
del año 14 del siglo anterior, cuando el fuego graneado se llevó para la
eternidad anónima a aquella juventud en flor que ponía el pecho gallardamente
en las faldas del Cerro de la Pila.
De pronto, y al amparo de esta oscuridad urbana
y gentil, la brisa de la primavera comarcana desliza tímidamente un grito sordo
y apaciguado, que en un principio apenas logra manifestarse, igual que las
primeras estrellas cuando comienza a oscurecer:
--¡Viva Villa!
Es como de ultratumba, pero crece poco a poco
y de repente se convierte en multitudinario vocerío.
Parece
venir de muy lejos...de muy lejos...de Bermejillo, de Mapimí, de más allá...
--¡Viva
Villa!...-se escucha ya, clarito.
--¡Viva Pancho Villa!
Es un grito
telúrico, antiguo...viene desde muy lejos,... desde Chihuahua, desde las
entrañas de la tierra, desde quién sabe donde...
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