viernes, julio 02, 2010

Imagen motivacional II:
El tropezón de Fray Malaquías, o la inconveniencia de los excesos.
Ojala que los eclesiásticos (de varios credos, pero principalmente católicos) que nos visitan, encuentren en esta elocuente pintura de Karl Gephardt, de alrededor del año del Señor de 1900, un motivo de reflexión y procuren ya no cargarle tanto la mano al sorronche.
El problema es que a ciertos clérigos mexicanos, luego de algunos farolazos, les da por hacer declaraciones a los medios; y ya lo vemos, sus incoherencias los delatan en el acto, como el personaje aquél de la canción de El Piporro que, nomás al hablar, se le supo todo...
Por cierto, hace ya tiempo que el inefable cardenal Norberto alias “El Trompas” no se suelta el pelo ni se arremanga la casulla delante de las cámaras. Le extrañamos sus choros de jacal con tufos de mondongo acedo; el pueblo entero de México se siente desamparado sin sus bendiciones dominicales a través del canal de las estrellas.
Igual echamos en falta la venerable figura de el millonésimo de Ecatepec, quien ya hace buen rato no nos divierte con sus deslumbrantes chulerías y sus hazañas rocambolescas. Ya hace mucho que no le vemos en nuestros sagrados hogares por medio de la tele, rodeado de efebos ensotanados, echando latines y rollos inverosímiles en un canal de televisión de esos, de fanáticos.
Volviendo a la imágen, y si uno lee un poco sobre la historia de la vida cotidiana monacal en la antigüedad, se puede informar que estos borrachitos del clero regular fabricaban su propio vino y, cuando se les pasaban las cucharadas, -que según cuentan las crónicas, acontecía no con escasa frecuencia- el asunto no pasaba a mayores, salvo algun coscorrón o alguna penitencia adicional por parte del padre confesor. Menos, mucho menos, las noticias de las guarapetas monacales trascendían los gruesos muros del convento.
Ellos empinaban el codo con la mayor dignidad y con grandes merecimientos éticos, en razón de lo duro e ingrato que solía ser la vida monástica de entonces. A pesar de sus discretísimas, cuanto proberviales melopeas y excesos, los monjes de clausura eran unos verdaderos santos, comparados con muchos de sus colegas del clero secular en los desaboríos días que corren.
Los monjes del tiempo de esta pintura trabajaban de sol a sol en el huerto; hacían numerosos ayunos y comían frugalmente, practicaban la liturgia con disciplina de hierro, dormían unas cuantas horas sobre un áspero tablón con un tabique por almohada y su jornal daba inicio al toque de maitines, esto es, sobre las tres de la madrugada.
Eran igualitos a sus pares contemporáneos, igualitos -por ejemplo- que el Onésimo, el Norberto, y que cierto clérigo vivales (ya en gloria de Dios) apodado el Cura Meriendas, un emblemático y aristocratizante sinverguenza de la ibero de Torreón, de apellido Hernández, que hace unos años era la adoración de las damas encopetadas y los concanacos reaccionarios de la comarca lagunera.
Pero bueno, volvamos a la imágen:
---Después del accidente, qué dirían en el refectorio los otros monjes?
---Se habría escuchado hasta allá arriba el santo batacazo que se dio el pobre viejo?
---Se habrían escuchado las invectivas y madres que soltó?
---Conociendo como se las gasta el accidentado, que en cada bajada a la bodega se receta medio litro de contrabando, el buen prior del convento, encomendaría de nueva cuenta a fray Malaquías la misión de llenar los jarros de vino?

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